Les voy a contar una historia…
Hace alrededor de diez años, comencé una relación que para mí fue una meta lograda. Previo a ese suceso, yo pensaba que no podía tener una buena pareja que me respetara, que genuinamente me quisiera. Cuando conocí a aquel chico que tenía metas de convertirse en médico, que tenía cuerpo de atleta y que además me hacía reír, pensé que había ganado la lotería.
Para ese tiempo, el reggaetón –como siempre ha sido– era una gran influencia en las personas de la edad que ambos teníamos. Lo peor de esta influencia es que los hombres basan sus expectativas de las mujeres en la letra de esas canciones, y las mujeres establecen sus expectativas de ellas mismas en esa música. Cuando una canción habla sobre que una mujer debe comportarse de una manera, los hombres lo esperan y las mujeres tratan de alcanzar esas expectativas.
Yo entendía que para ser aceptada, debía ser lo que la música decía que yo era. Sin embargo, eso no me hacía feliz. No me sentía completamente a gusto con lo que hacía. Si mi pareja notaba que yo no era como había aparentado, se molestaba y eso era obvio. Como yo no lo quería perder, yo entonces tenía que eliminar mi frustración y complacerlo. Ser una persona que vive complaciendo a otros es sinónimo de baja autoestima.
Las personas complacientes exageran sus acciones de bondad ya que sienten la necesidad de probar su valor. ¿Conoces a alguien que trabaja fuertemente para mantener siempre a sus amigos o parejas felices? Yo era una. Lo hacía porque no quería causar ninguna emoción negativa en la otra persona, así tuviera que ignorar mis propios sentimientos.
Al comportarme de esa manera entendí que le estuve sembrando falsas expectativas de mí. Por lo tanto, no estuve siendo honesta sobre quién era yo, ni con él ni conmigo. Perdí mi identidad y olvidé que mi valor está en Jesús.
Las expectativas de imagen y relaciones no las debemos establecer a través de lo que escuchamos o vemos. El entretenimiento es una influencia errónea para tomar decisiones sobre qué queremos, cómo somos y cómo nos vemos.
No hacía falta profetizar para saber qué sucedería con esa relación que tuve. Sí, fue un final triste lleno de lágrimas. Lo peor fue que había construido mi autoestima en esa persona. En el momento en el que él salió del panorama, no quedaba nada de mí. Así que me sirvió de aprendizaje para recordar que mi identidad ya estaba en Dios.
Cuando creamos nuestra identidad en lo externo, no estamos buscando amor, sino aceptación porque tenemos más miedo de perderlos a ellos que a nosotros mismos. Si nos perdemos a nosotros mismos, ¿qué queda?
–Isa Figueroa
lanoviadelpastor.com